* Este suceso, extraído del libro Sucesos Históricos de Gran Canaria, editado por Anroart Ediciones en el año 2000, del que es autor Pedro Socorro, ha sido corregido y aumentado para esta web.
El campesino Juan Rivero Perera no esperaba a nadie para la Nochebuena de 1943. Ese día tan especial iba a pasarlo en compañía de su esposa, Pino Alonso Perera, su pequeño hijo, de apenas dos años, y su suegra, Pinito, de 73 años. Pero varios golpes sonaron apresurados en la puerta de su modesta casa de Las Lagunetas, en la Vega de San Mateo.
Afuera, asomado al pretil de un muro que guardaba la casa del abismo, estaba José Montesdeoca Sosa, de 24 años, vestido con traje oscuro, sombrero, bufanda y guantes que cubrían sus gruesas manos. Hasta allí llegó tras desandar una veintena de kilómetros de vericuetos, lomas y barrancos, desde Marzagán hasta la casa de El Vinco. Cuatro días antes aquel joven de cuerpo robusto y piel morena se encontraba recluido en la cárcel de la ciudad, donde cumplía una condena de seis meses por haber sido el autor material del robo de una bicicleta.
"¿Qué se le ofrece, caballero?", preguntó el campesino al joven visitante de lejana procedencia que flanqueaba la entrada. "José Montesdeoca, para servirle", se presentó educadamente el recién llegado, quitándose el sombrero y extendiendo su mano hacia el cumbrero. Después de estrechar su mano y a su vez presentarse, Juan le invitó a sentarse en la mesa del patio y compartir con él el queso y el vino que aún no había probado. "Tengo un recado para usted, don Juan", le dijo la mañana de aquel día. Poco después le explicaría que necesitaba mil pesetas para pagar la fianza y lograr la excarcelación de un viejo conocido de aquella familia: Domingo Cabrera Rodríguez, un individuo natural de Fuerteventura, separado de su esposa y más conocido por el nombrete de el Latonero, por haber sido su oficio.
El Latonero había convivido maritalmente durante algún tiempo con la única hermana del campesino, María Rivero Perera, una muchacha ingenua, de la que se aprovechó hasta que varias fechorías motivaron que diese con sus huesos sobre el roído colchón de una celda. Fue precisamente allí, entre las gruesas e imponentes paredes de la prisión, entonces llena de presos contrarios al régimen franquista, donde el Latonero concibió la horrible idea de eliminar a la familia de su concubina y convertir a su pareja en la única heredera y él en dueño y señor de sus bienes. Se aprovechaba de la circunstancia de que su novia "era poco menos que incapacitada mental", según describía el periódico La Provincia.
Antes de ingresar en prisión, el Latonero tenía estudiado el plan, pues se supo que había acudido al despacho de un abogado de la ciudad para saber a quién correspondería el derecho a heredar en caso de fallecimiento. Con esta idea macabra se puso de acuerdo con su compañero de celda, José Montesdeoca, a quien prometió darle la mitad de la herencia. La verdad es que el botín no era apreciable. Los bienes de esta familia campesina eran de escaso valor, sólo representados por la casa, un pequeño pedazo de tierra y seis mil pesetas de los ahorros de toda una vida.
Aprovechando que José Montesdeoca recobraría la libertad el 21 de diciembre de 1943, el Latonero le dibujó en una cuartilla un rudimentario croquis del lugar donde se encontraba la casa que debía visitar. El plan pasaba porque José pidiera al campesino una fianza por su libertad y, con esta disculpa, darle muerte vilmente cuando el desdichado se llenara de confianza. Y allí estaba José con el croquis en el bolsillo de la chaqueta aquella mañana tomada por la niebla, una presencia constante en la zona que había oscurecido tempranamente aquel apartado lugar de la cumbre.
"¡No daré una peseta por la libertad de ese bandido!", exclamó con rotundidad Juan Rivero. La sola idea de ver otra vez por allí a su cuñado le hervía la sangre. Pero como buen hombre del campo convidó a almorzar al forastero, al menos como recompensa a tan largo viaje. "¡Ande, pase y coma algo que necesita descansar!", añadió el campesino como un buen padre que no admite réplica.
Hasta las cinco de la tarde permaneció en la casa José Montesdeoca. A esa hora fue invitado a tomar una taza de leche de vaca en el alpendre cercano, de modo que se encaminó con el matrimonio hacia la cuadra.
El campesino no fue capaz de comprender que aquel visitante sólo buscaba un lugar y un momento para matarlos. Y allí fue donde, aprovechando el descuido de la pareja, pues él ordeñaba la vaca y doña Pino daba de mamar a un cordero, José le asestó un fuerte golpe en la cabeza con un palo. Sin tiempo para reaccionar, en el suelo lo remató con una piedra y esta vez de forma mortal. La esposa, aterrada, gritaba pidiendo auxilio con auténtica desesperación pero nadie la escuchaba en aquel solitario paraje. El asesino le propinó varios golpes de forma contundente que su cuerpo quedó tendido en el suelo, apartándose de ella al creer que estaba muerta. Pino Alonso, sin embargo, quedó gravemente herida, pero sobrevivió a la tragedia. Estaba embarazada de dos meses.
Creyendo muerto a los dos y armado con un hacha que cogió del alpendre, el ex convicto acudió a la cercana casa y truncó para siempre los gemidos de otras dos inocentes víctimas: la suegra y el pequeño hijo de la pareja. Luego huyó del lugar, amparado entre las brumas y la fina lluvia que caía mansamente sobre la cumbre, mientras aquella vivienda escondida en la montaña quedó bajo el régimen de la tragedia. La escena que un pariente de esta familia se encontró días después era dantesca.
El juez de paz, acompañado de varios guardias civiles, procedió al levantamiento de los tres cadáveres, mientras la única superviviente, con la cabeza destrozada y el cuerpo temblando en agonía, fue atendida por el médico desplazado desde el casco de La Vega. Las desgraciadas víctimas fueron sepultadas en una fosa que se abrió en el cementerio de San Mateo ante el dolor incontenible de un gentío impresionante.
Un mes y cinco días después de los brutales asesinatos, José Montesdeoca Sosa fue detenido por la Policía Armada. La confidencia de otro ex convicto, recluido en el Hospital Psiquiátrico de Las Palmas, puso a la policía sobre la pista de este plan de exterminio familiar. Las declaraciones efectuadas por Antonio Clavijo Bonilla ante los médicos psiquiatras Carlos de la Peña Díaz y Rafael O’Shanahan Bravo de Laguna cobraron valor probatorio al sumarse al resto de las pesquisas. Clavijo confesó que durante su estancia en la cárcel supo lo que tramaban el Latonero y su compinche José porque les había oído hablar del asunto en el patio. Sin pérdida de tiempo, los psiquiatras, tremendamente impresionados por el relato del paciente, lo llevaron ante el juez para que confirmara la versión de los hechos.
Poco después, la policía encontró en la casa de José Montesdeoca un traje oscuro, la bufanda y los guantes usados el día de autos, aún con restos de sangre.
Los crímenes cometidos se pagaban con la pena de muerte en la España de la posguerra. Por tal razón, un consejo de guerra sumarísimo celebrado cuatro meses más tarde condenó a pena capital a José Montesdeoca Sosa como autor material del triple crimen y a Domingo Cabrera Rodríguez, el Latonero, como inductor de los mismos. A las siete en punto de la mañana del 25 de abril de 1944, el asesino fue ejecutado en el campo de tiro de La Isleta por un pelotón de guardias de asalto.
La noche anterior a su ejecución dos misioneros compartieron con el reo unas últimas oraciones. Dicen que recibió los auxilios espirituales con todo fervor antes de que su cuerpo quedara destrozado por las balas de los subfusiles. En cambio, se desconoce si el Latonero había tenido en prisión un minuto de arrepentimiento. La suerte estuvo de su lado porque al ser Viernes Santo la pena de muerte le fue conmutada por la de cadena perpetua. Era la gracia de Dios.
Tras cerrarse el caso, el Ayuntamiento de San Mateo decidió, a propuesta de su alcalde, Fermín Gil González, dirigir una carta al capitán general de Canarias a fin de solicitar una recompensa para los médicos de la beneficencia insular, Carlos de la Peña y Rafael Oshanahan "por su meritísima actuación en el descubrimiento del crimen de Lagunetas". Su propósito quedó recogido en el acta del pleno celebrado el 24 de marzo de 1944.
Por su parte, la única superviviente de la matanza familiar, Pino Alonso Perera, logró sobrevivir a su desastre íntimo y, con los años, volvió a casarse. Su hija, que reside hoy en el mismo pago cumbrero, recuerda que cuando la bañaba, ya anciana, aún se le notaban en el cuerpo los golpes sufridos. Desde aquel día y durante el resto de su vida no volvió a hablar de este episodio tan dramático que le tocó sufrir.
Aquel suceso ya histórico dejó una huella profunda en la sociedad del pasado. Durante años aquel triste acontecimiento fue tema de conversación entre los campesinos de las medianías. El drama llegó a glosar unas décimas que el popular Elías, el manco, natural de Las Lagunetas y juglar de las medianías, iba recitando ante un auditorio sobrecogido. Estas décimas fueron recopiladas el 30 de julio de 1984 por el profesor Trapero, según la versión ofrecida por la vecina de Cueva Grande, Sinforosa Lorenzo Lorenzo, de 75 años.
Crimen de Las Lagunetas
Voy a empezar un relato
Que en mi mente se concilia
De una casa de familia
Que rebosaba de gloria.
Se me grabó en mi memoria
Que jamás recordaré
Un crimen de mala fe
De que hago mi relato,
Sucedió el veinticuatro
De diciembre el cuarenta y tres.
En la cárcel lo encerraron
Se encontraba el criminal
Donde pudo planear
Un crimen tan recordado.
Cuando se vio libertado
Se dirigió a Marzagán
Y ha preparado su plan,
Se fue pa Las Lagunetas
Y a una familia completa
Él la quiso exterminar.
Con muy mala intención
El criminal se fue acercando
Y al que estaba ordeñando
Le dio un golpe a traición.
No debe tener perdón
Tal infamia cometida
Pues la mujer distraída
Que estaba en aquel lugar
También la llegó a atacar
Dejándola malherida.
Creyendo muerto a los dos
Aquel criminal se afana
Y al ver allí a una anciana
De un hachazo la mató.
Pero aquí no acabó
El criminal su excursión:
Buscó rincón por rincón
Y se encontró en un lecho
A un niñito de pecho,
Lo mató sin compasión.
Señores, recordarán
Que el criminal se escondió
Y que al fin se encontró
En los lindes de Marzagán.
Él es de allí natural
Y en aquel pueblo vivía,
Ya ven que la policía
Siempre tarde o temprano
Al que mata a un ciudadano
Lo descubren algún día.
Se ha oído decir
Por los diarios competentes
Y por bocas de las gentes
Lo que llegó a suceder:
Que el criminal aquél
Tal delito cometió,
Fue que otro le inspiró
Para compartir su herencia
Pero al leer su sentencia
Con su vida la pagó.
Estando juntos los dos
En la cárcel prisioneros
Ambicionado el latonero
A Montesdeoca inculcó.
Él que cuenta no se dio
Lo que iba a suceder,
Señores pueden creer
Lo que este papel relata:
Todo aquel que a hierro mata
A hierro muere también.
A uno le tocó perpetua
Y al otro ser fusilado,
Como él había matado
Es pena muy merecida
La que le había sido leída
En el justo tribunal:
Que como llegó a matar
Que lo pague con su vida.
Comentarios
Alguien me puede decir la dirección exacta del triple crimen?